Un blog para la crítica respetuosa, que deja lo políticamente correcto a un lado y que denuncia y pone el acento en oponerse a aquellas actitudes y opiniones que, a juicio de su autor, no respetan la dignidad y los valores humanos. Las personas siempre son dignas de todo respeto; las opiniones, no.

viernes, 23 de septiembre de 2011

¿Banalizan? Banalizamos


Mira que me sabe mal, porque son “de los nuestros”. Pero creo que en esta ocasión se equivocan. Al menos, en parte...

El presidente del Foro de la Familia, Benigno Blanco, y el presidente del Instituto de Política Familiar (IPF), Eduardo Hertfelder, han atribuido el aumento de casi un 4% de las rupturas matrimoniales en 2010 —según datos del Instituto Nacional de Estadística— a leyes como la Ley de divorcio de 2005, conocida como "de divorcio exprés" que, a su juicio, banaliza el matrimonio y lo convierte en "un contrato irrelevante".

Probablemente, no les falta parte de razón, pero quizá olvidan otros factores y un punto necesario de autocrítica en el que, obviamente, no se salva ni la Iglesia.


Que el matrimonio —desde una óptica exclusivamente civil— se ha convertido en un contrato desvirtuado es innegable. Que puede romperse —como cualquier contrato— es una consecuencia legal ineludible de su propia naturaleza contractual: no existe ningún contrato que no pueda deshacerse por la propia voluntad de las partes que lo celebraron. En estos casos, la ley lo que ha venido a hacer es facilitar esas rupturas. En cierta medida, la posibilidad de un divorcio “rápido y barato” ha puesto su pequeño ladrillo —ni el primero, ni el más grande— en el muro de una conciencia que ha restado importancia al compromiso que adquieren el marido y la mujer. Pero sinceramente, no creo que un divorcio más lento y más difícil contribuyera a mejorar las cosas.

Porque el problema, en mi opinión, está en el origen, no en el final. La cuestión es que nos hemos acostumbrado a lo fácil y cómodo. Ha desaparecido en esta sociedad cualquier asomo de cultura del esfuerzo, sacrificio y dolor (el sacrificio, o duele, o no pasa de limosna). Hemos restado importancia y funciones a la familia (no deberíamos caer en el error de identificar matrimonio y familia, por cierto), e incluso hemos amenazado su identidad y naturaleza misma.

Y eso, lo hemos hecho entre todos. Unos más y otros menos. Pero como en Sodoma y Gomorra, ¡qué difícil sería encontrar a diez justos! Es una exageración, obviamente, pero culpar a la sociedad es echar balones fuera.

Si educamos así a nuestros jóvenes, en esos valores, ¿cómo podemos pretender que llegado el momento del matrimonio se lo tomen realmente en serio?

¿Y qué decir del matrimonio canónico donde, indudablemente, la sacramentalidad no puede desaparecer, por lo que es indisoluble? Estos matrimonios también se rompen civilmente. ¿Acaso la Iglesia no ha pecado de cierto abandono en la preparación del matrimonio y en su posterior cuidado?

Se piden papeles y se hacen expedientes y entrevistas a novios y testigos. ¿Conocen muchos casos en los que el sacerdote se haya negado a tramitar el enlace por estimar que los contrayentes, realmente, no parecían tener muy claro el contenido de su compromiso, e incluso su propia fe? Porque no nos engañemos... En demasiadas ocasiones, el instructor no ha visto a esos jóvenes en la iglesia nunca. Y si la Eucaristía es el sacramento central del cristiano y lo abandonan así, ¿no deberíamos sospechar que el sacramento del matrimonio no va a correr mejor suerte?

Y los cursillos pre-matrimoniales... ¿de verdad cuatro charlas de una hora sirven para dotar al matrimonio de su justa consideración? ¡Pero si hasta la preparación para la primera comunión o la confirmación dura dos y tres años! ¿Esto no tiene algo de banalización del sacramento?

Tampoco hablemos del seguimiento. Al menos desde mi experiencia, ¡qué escasas son las ofertas de formación y acompañamiento para los esposos en el seno de la Iglesia! ¡Que nadie se equivoque! Llevo veinte años casado y es un camino de rosas —con flores y pinchas— que vale la pena.

Y no nombremos a separados y divorciados que, en demasiadas ocasiones, se sienten abandonados, ignorados o rechazados. O lo que es peor: tratados como si no pasara nada y no tuvieran necesidades espirituales específicas y concretas.

Conozco un sacerdote con una vocación especial para estos temas matrimoniales. Incluso se ha formado en Roma en estas materias específicas. Fundó una Escuela de Novios y mantiene contacto y anima un par de grupos de matrimonios. Pero hace la “guerra” por su cuenta. Ha desempeñado distintas responsabilidades diocesanas, pero ninguna en este campo.

No seré yo quien cuestione las decisiones de un obispo. Ni siquiera pido explicaciones. Estoy convencido que deben existir razones. Pero es que hay tan pocos de estos sacerdotes...

Creo que en la banalización del matrimonio la Iglesia —todos los que somos Iglesia— también hemos puesto nuestro ladrillo. Quizá no en las grandes declaraciones ni en los aspectos doctrinales, pero sí en el día a día.

Por supuesto que no somos nosotros quiénes para poner puertas al Espíritu Santo que soplará cuándo y cómo quiera, incluso a pesar nuestro... Pero a veces pienso que sería mejor celebrar menos matrimonios, y hacerlo mejor.

Así que, discúlpeme, don Benigno, pero no puedo estar totalmente de acuerdo con usted. Y conste que ni entiendo ni comparto la necesidad de que un matrimonio pueda disolverse cuando apenas no ha comenzado ni a convivir. Pero que exista esta posibilidad tampoco es la causa del fracaso.

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