Un blog para la crítica respetuosa, que deja lo políticamente correcto a un lado y que denuncia y pone el acento en oponerse a aquellas actitudes y opiniones que, a juicio de su autor, no respetan la dignidad y los valores humanos. Las personas siempre son dignas de todo respeto; las opiniones, no.

viernes, 16 de marzo de 2012

Primaveras y primaveras


He dejado pasar tiempo antes de hablar sobre este tema. Y me gustaría hacerlo desde otro ámbito...

Y es que no quiero abordar la cuestión desde los disturbios, la respuesta policial o la semántica empleada por unos y otros. Reconozco que no me gusta ver a la Policía cargar contra adolescentes, pero tampoco a éstos saltarse la Ley y el orden público sin que dejemos hacer a la Policía lo que debe hacer: restablecerlo. Y tan belicista me suena “enemigo” como “quemar las calles”, “tomar la Mascletà”. o “a sangre y fuego”. O todos, o ninguno. Adolescentes o no, con motivos o no, el derecho a protestar y manifestarse no incluye el derecho al caos, el chantaje o la coacción a toda una sociedad. De verdad, nadie tiene derecho a hacerme rehén de sus reivindicaciones, por muy justas que parezcan o sean. Ni con ley, ni sin ella.

Tampoco quiero acercarme al tema desde los recortes y la (falta de) calefacción. ¿De verdad alguien se cree que los problemas de la educación en España derivan de la temperatura en clase o del recorte en las prestaciones de los profesores? Podríamos tener las aulas a 26 grados y los profesores con nóminas de 6.000 euros y poco o nada mejoraría, excepto sus cuentas corrientes. Construir con presupuestos ilimitados no tiene mérito. Es más, nos acostumbra y predispone a la exigencia (frente al otro) y al derroche. Lo que verdaderamente demuestra la valía de una persona es alcanzar la meta pese a sus limitaciones.

Ni siquiera quiero denunciar —pese a ser denunciables— las políticas educativas que han ido retrayendo horas a la cultura para dárselas a la ideología, invirtiendo dinero sin constatar su aprovechamiento académico, haciendo perder autoridad y prestigio a los docentes, democratizando estructuras educativas como si el saber fuese cosa de mayorías, o fomentando una cultura del mínimo esfuerzo frente al amor propio y la búsqueda de la excelencia.

Ni tampoco quiero hablar de unos libros de texto que parecen artículos periodísticos de dudosa objetividad y superficialidad palmaria. Ni de esa insensata obsesión por la obtención de titulaciones académicas de alto nivel: si todo el mundo es ingeniero, ¿quién aprieta los tornillos? Ni de la mutua manipulación de colectivos sociales, políticos y mediáticos que son capaces de marcar los tiempos, los métodos y los medios, y que no tienen problemas en asumir lo inasumible con tal de salir en la foto.

Me cansa escuchar que estamos desperdiciando a las generaciones mejor preparadas de la historia de España, porque no es verdad. Es simple demagogia. Habrá de todo, pero admitiendo la generalización, lo que tenemos son las generaciones con más títulos universitarios, porque viendo cómo escriben la mayoría de ellos, no me atrevo a ir más allá.

Y tampoco me parece muy ético ni realista apelar y usurpar otras primaveras como la árabe —en cuyo caso los estudiantes salen perdiendo— o la de Praga, que les viene más que grande, enorme.

No. En nada de eso quería centrarme. ¿Saben cuál creo que es el problema de la enseñanza? O uno de ellos, porque hay varios...

Considerar la educación un derecho. Indiscriminado y universal. Sin contraprestación, ni obligaciones.

Años de gritos en la calle y de mensajes y consignas que han ido calando, nos han hecho olvidar que todo derecho lleva pareja una obligación. Y no hablo de la obligación del Estado a garantizar el acceso a la educación (que no la niego), sino de la del estudiante de aprovechar la oportunidad de aprender.

Si el estudiante tiene derecho a ser educado, la sociedad —que invierte una “pasta” en esa educación y en esa persona— tiene derecho a exigir que aprenda. No podemos permitir que sea de otra manera. Y no porque sea tiempo de crisis y falte dinero, sino porque cumplir con mis obligaciones legitima mis derechos. El tema del fracaso escolar, aunque lo parezca, no tienen nada que ver con esto.

Desde mi particular experiencia docente lo tengo claro: no se enseña, se aprende. Y sólo se aprende con esfuerzo personal. El buen maestro puede intentar motivar al joven para que aprenda. Pero éste debería venir motivado “de casa”. Hablo de algo mucho más profundo que su domicilio o familia. Hablo de su conciencia.

Cualquier “primavera” en al enseñanza debería comenzar por aquí. Sin este concepto de esfuerzo y autoexigencia, seguiremos enterrando —porque invertir es otra cosa— dinero, talento y vocaciones...

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