Un blog para la crítica respetuosa, que deja lo políticamente correcto a un lado y que denuncia y pone el acento en oponerse a aquellas actitudes y opiniones que, a juicio de su autor, no respetan la dignidad y los valores humanos. Las personas siempre son dignas de todo respeto; las opiniones, no.

viernes, 29 de junio de 2012

No lo llame trabajo


No les quiero quitar la ilusión ni a él, ni a sus padre, ni a su madrina, pero es que tengo un sobrino que acaba de hacer las pruebas del “selectivo” —ya sé que ya no se llama así, pero es básicamente lo mismo— y quiere estudiar ciencias políticas, porque aspira a dedicarse a la política. obviamente ya tiene escogida la formación —la del marido de su madrina— y si todavía no tiene carnet es porque es menor de edad...

Que alguien decida dedicarse a la política no es malo. Que alguien que empieza ahora a estudiar una carrera quiera ser político profesional, sí. De personas que viven de la política —es decir, de todos— ya tenemos muchos. Quizá demasiados. Probablemente sería más saludable que uno tuviera su trabajo o negocio y se dedicara vocacionalmente a eso de gestionar la cosa pública, admitiendo incluso que pudiera compensarse económicamente su dedicación a estos asuntos.

Considerar la política una profesión, un trabajo, una forma de buscar el sustento y costearse los “lujos” de una vida de bienestar, no nos ha traído nada bueno. La “profesionalización” de ninguna vocación lo ha hecho nunca. Y no va a hacerlo.

En una misma línea similar se mantienen algo más del 56% de los jóvenes de entre 16 y 30 años de este país que —según el estudio realizado por el Observatorio de Inserción Laboral de los Jóvenes 2011 Bancaja-Ivie— prefieren ser funcionarios.

Sin entrar en estériles debates, ser funcionario no es una profesión —o no debería serlo— a la que aspirar. Hay muchos tipos de “funciones” a realizar. Ése debería ser el campo de elección, y no quién te paga la nómina y la seguridad o tranquilidad que implica trabajar para el Estado que —aunque esto cada vez está menos claro— no quiebra.

Una sociedad en la que un conductor de autobús de una empresa semipública de transportes —con todos mis respetos— cobra más de 3000 euros al mes, donde algunos profesionales de la salud cobran la mitad, y donde el suelo medio se sitúa en poco más de 1000 euros, no tiene futuro.

Y la excusa no puede ser los desmesurados —algunos hasta blasfemos— sueldos de ejecutivos y gerentes porque, matemáticamente, esos excesos quedan superados por cada cinco conductores de esos autobuses. Hay menos de un gerente por cada cinco éstos. Para salvarnos todos, hay que racionalizar el sueldo de todos. Y ser generosos en el esfuerzo.

Mientras sigamos buscando el sueldo —ya sea en forma de fama, poder, gloria o riquezas— por encima de la satisfacción que provoca hacer bien lo que uno hace, esto no tiene arreglo.

Desgraciadamente, hoy por hoy, no lo llame trabajo, sino aquello que hago por lo que me pagan un sueldo. Y ¿saben una cosa además? Precisamente de eso se aprovechan no pocos empresarios, políticos, gerentes y trabajadores sin escrúpulos: lo único que nos mueve es el salario. El del miedo.

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